Madurescencia: Pasión por el presente, el pasado cabe en la maleta

Imagen: Erik Johansson

Tras observar durante mucho tiempo a la gente, diría que, al llegar a ciertas edades, te levantas un día y te preguntas: ¿cómo narices me he convertido en lo que soy? Yo tenía otros planes. Y la gente se pone a buscar otra salida.

Richard Russo en El periódico del 09/01/2017

Las buenas historias en el cine y en los libros evitan escrupulosamente las esperas. Tantos momentos en la vida he permanecido expectante, sentada en el borde de una silla, en un minúsculo espacio del sofá, dejando que caigan irritantemente lentos los segundos, los minutos, las horas, mientras sube la ansiedad hasta la boca del estómago y asciende hasta el velo del paladar, amarga, esperando, esperando...

Las novelas y las películas resuelven con ágiles elipsis esa escasez de acontecimientos que caracteriza la vida cotidiana. En medio del desierto, de repente, sin avisar, acontece algo, un instante que justifica un año completo, que justifica una vida.

Ser consciente de ello es lo que significa la madurez. Y buscar el sentido de nuestras vidas incluso en esos tediosos momentos de espera, preguntarse cada día qué vale la pena perseguir día tras día.

Tengo suerte de estar viva, por encima de las pequeñeces de la vida diaria.Tendré la inmensa suerte  de seguir teniendo momentos de brillantes, segundos de iluminación que darán sentido a tanto esfuerzo que a veces parece baldío.

Las buenas historias en el cine y en los libros saltan de acontecimiento en acontecimiento y eso es lo que llamamos memoria, lo que resume nuestro pasado. El presente es acontecer que se escapa, fluye.

El yo que recuerda es un narrador de historias. El yo del presente siente y el ritmo de la respiración y la potencia del latido del corazón marcan la posibilidad de retener o no ese momento presente que se va, se va... y que permanentemente tendemos a olvidar.

Poco podemos hacer para atrapar el presente. Estamos condenados a recordar como única forma de dar sentido al futuro: será mejor, será diferente, volverá a ser como fue... Sea como sea el pasado condiciona nuestro futuro obligándonos a menudo a repetir narraciones que ya murieron, que pertenecen al yo que recuerda pero no al yo que siente.

Las historias de las novelas y las películas ignoran los detalles superfluos, ignoran el noventa y nueve por ciento de los que está hecha la vida, de momentos y momentos de espera y se quedan con ese uno por ciento que constituye una buena narración.

Los espacios de espera nos acercan a la muerte mientras que los instantes  en los que sucede la vida, nos dan la vida. Cuando conseguimos acallar la narración de nuestro pasado, nos invade la ansiada paz del presente pleno, puro acontecer.

En la madurez es mucho más difícil soportar las esperas, urge el acontecimiento, urge sorber lo no vivido, urge la intensidad del sentir sin historia, sin referente, urge inaugurar sensaciones y experiencias.

Aunque parezca lo contrario, parezca que debemos acomodarnos más que nunca, cerrar puertas y ventanas y atrincherarnos en la narración del pasado, no hay nada menos cierto. Al llegar a la madurez se despierta un anhelo de cambio, de innovación, de indagar sobre lo desconocido al que me gusta llamar madurescencia.


Sólo soporto las esperas contemplando el mar, acunada por el ruido de las olas y con la vista en el horizonte cambiante de Mediterráneo, sólo concibo sumergirme en el pasado frente al mar, sólo así lo soporto, sólo así me enfrento a mí misma. No me gusta en qué me ha convertido mi propia historia. Lucho contra ello en cada minuto de mi vida. Quiero construirme hacia delante, quiero ser hoy, no ayer y poder salir del pozo del recuerdo. Y en ello estoy, en plena revolución interior.


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